Cuando era pequeña, mi abuela Carmen tenía un auténtico jardín en su patio: una maceta de «alegrías» que, por alguna razón maravillosa, siempre tenían flor. Mi abuela María, tenía un gigantesco helecho al que los gatos quisieron eliminar -tal vez lo único que pretendían era aprovecharse de su frescor en el verano- pero no pudieron vencer. De hecho, aún conservamos en el monasterio algunos helechos descendientes de aquel. De mis abuelas aprendí otra forma de explicar la parábola de la semilla que crece por sí sola…
Cuando Juan Pablo II hablaba de anunciar a Cristo desde los terrados. ¿También se refería a esos terrados llenos de claveles, geranios, y todo tipo de flores que cuidaban nuestras madres con tanto esmero? ¿Y por qué no? La sencillez de una margarita, ¿no está proclamando la belleza de su Hacedor?
Fue entonces cuando nos decidimos a añadir una nueva forma en la proclamación de la Buena Noticia del Evangelio: desde la sencillez de las plantas, de las flores, a quienes no es capaz de superar ni el mejor de los artistas.
Y aquí estamos, cuidando, mimando, macetas, haciendo centros, y cuando las condiciones ambientales no lo permiten, aprovechando la tecnología para ofrecer a todos la belleza de la Creación con esas plantas artificiales que casi parece que se van a mustiar de un día a otro si no les reponemos el agua.
Nuestro proyecto? Ir compartiendo desde el lugar de los pequeños, las bendiciones recibidas. Y si además, con los beneficios de nuestro trabajo podemos ayudar en el Proyecto Evangelizador de La Ciudad de la Paz a través de los Medios de Comunicación, pues ¡doble bendición!